Todo lo haces, Melisa, como el oficio de la abeja amante de las flores. Ya lo sé, mujer, lo admito de corazón. Y derramas miel de tus labios cuando dulcemente besas, pero cuando pides, me hieres injustamente con tu aguijón.
(Alceo): Quiero decirte algo, pero me lo impide la vergüenza.
(Safo): Si tuvieras el deseo de lo bueno y bello y tu lengua no confundiese lo malo, la vergüenza no dominaría tus ojos, sino que hablarías de lo justo.
Isias aromática, aunque huelas diez veces un perfume, levántate y acepta en tus manos esta guirnalda, que ahora florece, pero que al llegar la aurora la verás marchita. Es el símbolo de tu juventud.
De nuevo, Eros me mira tiernamente con sus ojos azules oscuros de debajo de sus párpados. Con todo tipo de conjuros a las innumerables redes de Cipris me arroja. Ciertamente, tiemblo cuando se acerca como un caballo vencedor, que portando el yugo en la vejez, viene sin ganas a una carrera con veloces carros.
Noche sagrada y candil, como únicos testigos de nuestros juramentos os elegimos. Prometió quererme y yo nunca le abandonaría. Teníais nuestro testimonio en común. Pero ahora él dice que estos juramentos son arrastrados al agua. Candil, le ves en el regazo de otras.
Cuando el ladrón Eros robaba el panal de la colmena, una abeja malvada le picó todas las yemas de los dedos. Con dolor se sopló la mano, golpeó la tierra, y se quedó perplejo. Luego le mostró a Afrodita su dolor y se quejó de que la abeja, siendo una pequeña bestia, pudiera provocar dolor. Su madre se echó a reír: ¿Qué pasa? ¿Acaso no eres semejante a las abejas? Eres así de pequeño y, precisamente, provocas heridas como pequeñas piedras.
Me hirió la voraz Filenion, pero aunque la herida está oculta, el dolor penetra hasta mis uñas. Me muero, Amores, estoy destruido, me desvanezco: pues adormecido pisé una hetera, sé que ya llegué al Hades.