I loved thee, Atthis, in the long ago, When the great oleanders were in flower In the broad herded meadows full of sun. And we would often at the fall of dusk Wander together by the silver stream, When the soft grass-heads were all wet with dew And purple-misted in the fading light. And joy I knew and sorrow at thy voice, And the superb magnificence of love,— The loneliness that saddens solitude, And the sweet speech that makes it durable,— The bitter longing and the keen desire, The sweet companionship through quiet days In the slow ample beauty of the world, And the unutterable glad release Within the temple of the holy night. O Atthis, how I loved thee long ago In that fair, perished summer by the sea!
Viens sur mon coeur, âme cruelle et sourde, Tigre adoré, monstre aux airs indolents; Je veux longtemps plonger mes doigts tremblants Dans l’épaisseur de ta crinière lourde;
Dans tes jupons remplis de ton parfum Ensevelir ma tête endolorie, Et respirer, comme une fleur flétrie, Le doux relent de mon amour défunt.
Je veux dormir! dormir plutôt que vivre! Dans un sommeil aussi doux que la mort, J’étalerai mes baisers sans remords Sur ton beau corps poli comme le cuivre.
Pour engloutir mes sanglots apaisés Rien ne me vaut l’abîme de ta couche; L’oubli puissant habite sur ta bouche, Et le Léthé coule dans tes baisers.
À mon destin, désormais mon délice, J’obéirai comme un prédestiné; Martyr docile, innocent condamné, Dont la ferveur attise le supplice,
Je sucerai, pour noyer ma rancoeur, Le népenthès et la bonne ciguë Aux bouts charmants de cette gorge aiguë Qui n’a jamais emprisonné de coeur.
El Leteo
Ven a mi corazón, alma cruel y sorda, tigre adorado, monstruo de gestos indolentes; quiero dejar hundidos mis dedos temblorosos en la espesura de tu pelambre espesa;
en tus enaguas impregnadas de tu perfume quiero sepultar mi cabeza apesadumbrada, y respirar, como una flor marchita, la dulce pestilencia de mi difunto amor.
¡Quiero dormir, dormir y no vivir! En un sueño tan suave como la muerte, repartiré mis besos sin un remordimiento sobre tu hermoso cuerpo bruñido como el cobre.
Para ahogar mis sollozos sosegados nada mejor que el abismo de tu cama; el poderoso olvido habita en tu boca, y el Leteo fluye en tus besos.
A mi destino, que es ya mi delicia, obedeceré como un predestinado; mártir sumiso, condenado inocente, cuyo fervor acrecienta el suplicio,
he de chupar, para ahogar mi furor, el elixir de dioses y la buena cicuta en las yemas hechiceras de ese pecho afilado que nunca ha aprisionado corazón.
Cuando mueras, muerta yacerás y jamás habrá un recuerdo de ti ni un anhelo por ti en la posterioridad. Ya que no participas de las rosas de la Pieria. Además, desapercibida deambularás en la morada de Hades, revoloteando entre sombríos cadáveres.
Inscripción en la pared de un edificio de Leiden, que reproduce el fr. 55 con alguna variante:
Placida notte, e verecondo raggio Della cadente luna; e tu che spunti Fra la tacita selva in su la rupe, Nunzio del giorno; oh dilettose e care Mentre ignote mi fur l’erinni e il fato, Sembianze agli occhi miei; già non arride Spettacol molle ai disperati affetti. Noi l’insueto allor gaudio ravviva Quando per l’etra liquido si volve E per li campi trepidanti il flutto Polveroso de’ Noti, e quando il carro, Grave carro di Giove a noi sul capo, Tonando, il tenebroso aere divide. Noi per le balze e le profonde valli Natar giova tra’ nembi, e noi la vasta Fuga de’ greggi sbigottiti, o d’alto Fiume alla dubbia sponda Il suono e la vittrice ira dell’onda.
Ὃν οἱ θεοὶ φιλοῦσιν, ἀποθνήσκει νέος El Amor y la Muerte A un tiempo hermanos engendró la suerte. Jamás cosas tan bellas Encerraron el mundo o las estrellas. Nace del uno el bien, el mayor goce Que por el mar de la existencia rueda; Toda desdicha ingente Todo ingente dolor la otra aniquila. Hermosísima joven, De presencia agraciada, No cual la finge la cobarde gente, Al niño Amor acompañar le agrada: Y aqueste mortal suelo Rozan entrelazados, De toda sabia mente alto consuelo. Ni fue jamás un corazón tan sabio Cual herido de amor, nunca más fuerte Alcanzó a despreciar la infausta vida, Ni cual por este dueño El peligro arrostró por otro alguno; Que dondequier, Amor, tu influencia llevas, Allí al punto el valor nace o revive; Y no, cual suele, vana En pensamiento, más en obras grande, Se alza la estirpe humana.
Cuando recientemente Nace en lo hondo del alma un tierno afecto, En ella, á un tiempo, lánguido Un vago anhelo de morir se siente. No sé por qué: mas ese Es el signo primero De todo amor potente y verdadero. Entonce este desierto Pone al alma pavor: la tierra ingrata Para el mortal se torna, sin aquella Nueva, sola, infinita Felicidad que en su soñar retrata; y allá en su alma al presentir por ella Profunda tempestad, calma apetece, Ansia arribar á puerto Ante el terrible anhelo, Que ya en torno, rugiendo, se oscurece.
Luego, cuando ya todo Lo envuelve y ciñe el formidable numen, Y ansia invencible al corazón fulmina, ¡Cuánta vez implorada Con intenso deseo, Muerte, eres tú del angustiado amante! ¡Cuántas de noche, y cuántas Rindiendo al alba el cuerpo fatigado, Feliz llamose si le fuera dado No alzarse ya, si nunca La amarga luz á contemplar volviera! Y al escuchar el fúnebre tañido De la campana, el cántico que triste Los muertos lleva al sempiterno olvido, Envidió en lo profundo Del pecho, ardientemente, Al que á morar con los extintos iba. Aun la olvidada plebe, El aldeano, ajeno A las virtudes que el saber inspira, Aun la graciosa y tímida doncella, A quien la voz de muerte Crispábale en un tiempo los cabellos, Ya imperturbable y fuerte Los negros velos y la tumba mira, Hierro y veneno con tesón contempla, Y allá en su mente indocta El dulce encanto del morir comprende. Tanto á la muerte llevan Las leyes del amor. Y aun á menudo Sostener no pudiendo Humana fuerza el interior combate, Ó el frágil cuerpo abate La conmoción terrible, y de este modo Por fraternal poder la muerte triunfa; Ó tanto punza y hiere Amor en lo profundo, Que por sí mismos el inculto aldeano Y la tierna doncella Los juveniles miembros Por tierra esparcen con violenta mano. Ríe el mundo su duelo, A quien paz, senectud otorga el cielo.
Al férvido, al dichoso, Al varón animoso Uno ú otro de vos mande el destino, Dulces amigos de la estirpe humana, Cuyo poder no iguala en parte alguna Ningún otro poder, y cede sólo Del hado á la potencia soberana. Y tú á quien ya desde mi edad primera Honrando siempre invoco, Bella Muerte, en el mundo Propicia sola á los humanos duelos, Si alcé mi voz en tu loor, si quise A tu esencia divina Del vulgo ingrato compensar la afrenta, No tardes más, á inusitados ruegos, Cerrando ya a la luz mis tristes ojos. ¡Reina eterna del tiempo! hora te inclina. Cualquier sea el instante En que las alas á mi voz despliegues, Alta la frente me hallarás, armado, É indomeñable al hado; La mano que azotándome se tiñe En mi sangre inocente No alabaré, no besaré, cual hace Por vil costumbre la terrena gente; Toda vana esperanza con que el mundo Cual niño se consuela, toda necia Confortación rechazaré; ni alguna He de esperar jamás sino á ti sola; Sólo aquel día esperaré sereno En que recline adormecido el rostro En tu virgíneo seno.
Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras:
-Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más.
Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).
Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.
Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina.
Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.
Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.
Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.
Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.
«Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo».
Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.
-¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».
Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.
-¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.
-«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».
-Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.
-¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?
-Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.
-Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!
-¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?
-Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.
-¿Dijo Sócrates todo eso?
-No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio.
-De modo que lo demás te lo figuras tú.
-¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?
-El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos… y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.
-Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.
-Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.
-Gallo de Gorgias, calla y muere.
-Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.
-Yo a las palabras me atengo. Date…
Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre…
El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:
-¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.
Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.
Ilustración del libro «LA CIENCIA Y SUS HOMBRES«. Hecha por Juan Planella, 1879.
En el Fedón (60e-61a) se nos cuenta el sueño que Sócrates tenía con frecuencia: «Oh Sócrates, trabaja en componer música». Y continúa «Yo, hasta ahora, entendí que me exhortaba y animaba a hacer precisamente lo que venía haciendo, y que al igual que los que animan a los corredores, ordenábame el ensueño ocuparme de lo que me ocupaba, es decir, de hacer música, porque tenía yo la idea de que la filosofía, que era de lo que me ocupaba, era la música más excelsa.1» En este contexto música se emplea en su sentido más estricto: toda actividad relacionada con las artes de las musas. Por tanto, la filosofía es la música, la cual es la educación del alma, mientras que la educación física es la del cuerpo2.
Dejando de lado la opinión que Platón tenía de los poetas y pintores, al leer este pasaje me he acordado del cuadro Favourite Poet de Alma-Tadema por los versos horacianos que recoge.
Una chica lee un pergamino iluminado mientras la otra parece escuchar mientras se relaja. El título genera mucha intriga al espectador. ¿A quién están leyendo? ¿Quién es el poeta favorito? Considero que su poeta latino favorito es Horacio. En la pared aparece inscrito [d]ones ac preco[r integra cum] ment[e]. Se trata de los últimos versos de la oda 1. 31 de Horacio:
frui paratis et valido mihi, Latoe, dones ac precor integra cum mente nec turpem senectam degere nec cithara carentem.
Concédeme a mí que, teniendo salud, disfrute de lo que he adquirido, oh hijo de Leto1 Apolo, y también te ruego que estando en plenas facultades no pase por una desgraciada vejez y sin la cítara.
Horacio no solo pide conservar sus facultades mentales cuando le alcance la vejez, sino también estar con su cítara. Estar sin la citara es estar privado de las artes de las Musas. ¡Qué importante es tener la mente y el cuerpo sano!
Referencias: García Romero, F., Mariño Sánchez-Elvira, R. M., Mas Torres, S. (2022). La República. Akal Gil Fernández, L . (2023). Platón. Fedón, Fedro. Alianza.
A pasar de la vida la senda larga y corta naci mortal y flaco y lleno de congojas. Bien sé quanto he andado del camino hasta ahora, mas de lo que me queda no sé ninguna cosa. Dexadme, pues, cuidados vivir contento á solas, y no os metais conmigo, afligidas memorias. Porque quiero alegrarme antes que rigurosas del sudor de la muerte me cubran negras olas. Holgarme quiero, en tanto que mis dos ojos gozan del resplandor del dia y de la luz hermosa. Hartaréme de vino, y abrazado á la bota cantará de Lyeo alabanzas mi boca.
Mis sienes ya están grises y mi cabeza está blanca, la atractiva juventud ya no está conmigo, mis dientes están viejos y ya no me queda mucho tiempo de dulce vida: por eso a menudo sollozo al temer al Tártaro. Pues el interior del Hades es terrorífico y doloroso es el descenso hacia allí. Además, es cierto que quien ha bajado ya no puede subir.
Ilustración de la Divina Comedia (lámina 8, canto III). Por Gustave Doré, 1857.