Giacomo Leopardi – Amor y Muerte

Amor y Muerte

Ὃν οἱ θεοὶ φιλοῦσιν, ἀποθνήσκει νέος
El Amor y la Muerte
A un tiempo hermanos engendró la suerte.
Jamás cosas tan bellas
Encerraron el mundo o las estrellas.
Nace del uno el bien, el mayor goce
Que por el mar de la existencia rueda;
Toda desdicha ingente
Todo ingente dolor la otra aniquila.
Hermosísima joven,
De presencia agraciada,
No cual la finge la cobarde gente,
Al niño Amor acompañar le agrada:
Y aqueste mortal suelo
Rozan entrelazados,
De toda sabia mente alto consuelo.
Ni fue jamás un corazón tan sabio
Cual herido de amor, nunca más fuerte
Alcanzó a despreciar la infausta vida,
Ni cual por este dueño
El peligro arrostró por otro alguno;
Que dondequier, Amor, tu influencia llevas,
Allí al punto el valor nace o revive;
Y no, cual suele, vana
En pensamiento, más en obras grande,
Se alza la estirpe humana.

Cuando recientemente
Nace en lo hondo del alma un tierno afecto,
En ella, á un tiempo, lánguido
Un vago anhelo de morir se siente.
No sé por qué: mas ese
Es el signo primero
De todo amor potente y verdadero.
Entonce este desierto
Pone al alma pavor: la tierra ingrata
Para el mortal se torna, sin aquella
Nueva, sola, infinita
Felicidad que en su soñar retrata;
y allá en su alma al presentir por ella
Profunda tempestad, calma apetece,
Ansia arribar á puerto
Ante el terrible anhelo,
Que ya en torno, rugiendo, se oscurece.

Luego, cuando ya todo
Lo envuelve y ciñe el formidable numen,
Y ansia invencible al corazón fulmina,
¡Cuánta vez implorada
Con intenso deseo,
Muerte, eres tú del angustiado amante!
¡Cuántas de noche, y cuántas
Rindiendo al alba el cuerpo fatigado,
Feliz llamose si le fuera dado
No alzarse ya, si nunca
La amarga luz á contemplar volviera!
Y al escuchar el fúnebre tañido
De la campana, el cántico que triste
Los muertos lleva al sempiterno olvido,
Envidió en lo profundo
Del pecho, ardientemente,
Al que á morar con los extintos iba.
Aun la olvidada plebe,
El aldeano, ajeno
A las virtudes que el saber inspira,
Aun la graciosa y tímida doncella,
A quien la voz de muerte
Crispábale en un tiempo los cabellos,
Ya imperturbable y fuerte
Los negros velos y la tumba mira,
Hierro y veneno con tesón contempla,
Y allá en su mente indocta
El dulce encanto del morir comprende.
Tanto á la muerte llevan
Las leyes del amor. Y aun á menudo
Sostener no pudiendo
Humana fuerza el interior combate,
Ó el frágil cuerpo abate
La conmoción terrible, y de este modo
Por fraternal poder la muerte triunfa;
Ó tanto punza y hiere
Amor en lo profundo,
Que por sí mismos el inculto aldeano
Y la tierna doncella
Los juveniles miembros
Por tierra esparcen con violenta mano.
Ríe el mundo su duelo,
A quien paz, senectud otorga el cielo.

Al férvido, al dichoso,
Al varón animoso
Uno ú otro de vos mande el destino,
Dulces amigos de la estirpe humana,
Cuyo poder no iguala en parte alguna
Ningún otro poder, y cede sólo
Del hado á la potencia soberana.
Y tú á quien ya desde mi edad primera
Honrando siempre invoco,
Bella Muerte, en el mundo
Propicia sola á los humanos duelos,
Si alcé mi voz en tu loor, si quise
A tu esencia divina
Del vulgo ingrato compensar la afrenta,
No tardes más, á inusitados ruegos,
Cerrando ya a la luz mis tristes ojos.
¡Reina eterna del tiempo! hora te inclina.
Cualquier sea el instante
En que las alas á mi voz despliegues,
Alta la frente me hallarás, armado,
É indomeñable al hado;
La mano que azotándome se tiñe
En mi sangre inocente
No alabaré, no besaré, cual hace
Por vil costumbre la terrena gente;
Toda vana esperanza con que el mundo
Cual niño se consuela, toda necia
Confortación rechazaré; ni alguna
He de esperar jamás sino á ti sola;
Sólo aquel día esperaré sereno
En que recline adormecido el rostro
En tu virgíneo seno.

Traducido por Calixto Oyuela, 1883.


Descubre más desde EPISTEMOMANÍA

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.